Homilía para la misa por la santificación del trabajo (2024)

Mensaje del Padre Obispo Marcelo (Maxi) Margni, preparado para la misa por la santificación del trabajo humano al que invitaban la Pastoral Social de nuestra diócesis y la Confederación General del Trabajo de la regional Avellaneda-Lanús, que iba a llevarse a cabo el 26 de abril en la Parque Domínico, y que debió ser suspendida por cuestiones climáticas:

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Villa Domínico, 26 de abril de 2024*

En vísperas de la memoria de san José, custodio de Jesús, padre de familia y obrero, nos encontramos en esta Misa “por la santificación del trabajo”. Aunque venimos de historias y caminos muy diversos, tal vez con creencias muy distintas, nuestro encuentro es ante todo un encuentro de fe, un acto de fe, un ponernos juntos delante de Dios para orar, para agradecer, para pedir, para renovar la esperanza, para salir fortalecidos en nuestros esfuerzos, y ante todo para escuchar. Queremos escuchar lo que Dios tiene para decir, escuchar lo que su palabra —acabamos de oír algunas páginas de la Biblia— tiene para decirnos hoy aquí, a nosotros, trabajadores y trabajadoras en medio de nuestro pueblo.

Es significativo el nombre que ha tenido esta convocatoria: “Misa por la santificación del trabajo”. Es el nombre que aparece en el Misal, en los libros de la liturgia de la Iglesia. Y tal vez pueda sonar un poco “a la antigua” pero, en realidad, si lo dejamos resonar, resulta significativo. En un mundo y una sociedad en los que el trabajo y los trabajadores son despreciados, humillados, deshumanizados, tratados como una mercancía o un objeto del que se puede disponer a su antojo, manipular para el beneficio de unos pocos e incluso descartar como un desecho…, en un mundo y una sociedad donde el trabajo —mal remunerado, precarizado o directamente inaccesible— es motivo de angustia para tantas familias y personas…, nosotros nos encontramos bajo esta consigna: la santidad del trabajo, la dignidad del trabajo, la bendición del trabajo.

Es una certeza de fe que ha inspirado a los creyentes a lo largo de los siglos. Lo escuchamos en la primera lectura de hoy, cuando el apóstol Pablo habla de cómo “trabajaba día y noche” con sus propias manos (1Tes 2, 9), mientras anunciaba la Buena Noticia, para no ser una carga o, como dice en otra parte, para ganarse el sustento de sus necesidades y las de sus compañeros y porque es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles (Hch 20, 33-35).
Esa certeza no es una ocurrencia de Pablo, y ciertamente no es una ocurrencia de este obispo que hoy les habla. Es una conciencia que está muy metida en la fe del pueblo de Dios, desde las primeras páginas de la Biblia hasta nuestros días.

En las primeras páginas del libro del Génesis, en su narración de los orígenes del ser humano, poética y dramática al mismo tiempo, tan rica en simbolismo, encontramos ese antiguo relato del Dios que modela al ser humano a partir de la tierra, le infunde su propio aliento para darle vida y lo pone en medio del Jardín que ha creado “para que lo cultivara y cuidara de él” (Gn 2, 7.15). Al ser humano, salido de la tierra y de algún modo hijo de la tierra, Dios le confía esa misma tierra para que sea su labrador y su custodio. Ni maldición ni condena, el trabajo forma parte de esa dignidad única, inalienable, sagrada, de todo ser humano. El trabajo responde a su “vocación original” cuando está efectivamente al servicio de la tierra, que debe ser cuidada, y al servicio del propio ser humano, porque el trabajo, su remuneración y el afán de lucro y de ganancia no pueden esclavizarlo (ese es uno de los principales sentidos del descanso del día festivo, del día sábado, que Dios encomienda a su pueblo como un mandamiento, un deber sagrado: que el ser humano no sea esclavizado).

Nunca nos cansaremos de repetir esta convicción: el trabajo digno es señal y expresión de la dignidad inalienable, sagrada, del ser humano, y por ello un derecho fundamental, del que nadie, nunca, puede verse privado.

La Iglesia lo ha entendido así desde sus inicios, incluso —también es justo reconocerlo— si no siempre ha sabido alzar la voz y defender esta convicción como debía. Desde el tiempo de los Padres de la Iglesia, en los primeros siglos del cristianismo, que supieron proclamar y predicar la humanidad del trabajo en medio de una sociedad en la que, por lo general, sobre todo en las élites que concentraban el poder político y social, el trabajo era mirado con desprecio, como ocupación indigna, como algo propio de esclavos… Hasta el moderno magisterio social de la Iglesia y su enseñanza sobre el trabajo, inaugurada por el Papa León XIII en su carta encíclica Rerum novarum de 1891 (por cierto, no es una novedad de los últimos años: 1891, hablamos de hace más de 130 años), el Concilio Vaticano II, el magisterio elocuente de san Juan Pablo II (recuerdo en particular su encíclica Laborem exercens, de 1981, a cien años de la carta de León XIII), Benedicto XVI y, en nuestros días, el propio Francisco.

Por eso, también nosotros, en nuestro encuentro, quisiéramos renovar nuestra convicción que nace de la fe misma de todo el pueblo de Dios, de toda la Iglesia: el trabajo digno es señal y expresión de la dignidad inalienable, sagrada, del ser humano, y por ello un derecho fundamental, del que nadie, nunca, puede verse privado.

Por eso también no nos cansaremos de abogar por condiciones laborales justas y humanas, por salarios dignos —no sólo un salario de miseria, que apenas alcanza al mínimo de mínimos, el escaso sustento diario para la supervivencia (aunque ya eso solo parece hoy, en tantas familias, un deseo inalcanzable), sino un salario digno, que en verdad asegure el acceso y la participación real en los bienes de la tierra, el trabajo y la cultura a todos los miembros de la sociedad (trabajadores y sus familias, niñas, niños y adolescentes, ancianas y ancianos, personas con discapacidades y enfermas… todos).

No nos cansaremos de abogar por el respeto de los derechos laborales, por la solidaridad que se expresa no sólo en la ayuda ocasional a quien lo necesita (de eso, nuestro pueblo no necesita ni que se le hable) sino también en la colaboración y la asociación para defender y promover la dignidad humana del trabajador y de su trabajo.

No nos cansaremos de hablar de la responsabilidad del empleador —deber ético, deber de humanidad, antes que meramente legal o jurídico—, de la solidaridad efectiva entre empleadores y empleados, y de la responsabilidad del Estado que, cualquiera sea la configuración política que asuma, no puede estar ausente a la hora de asegurar la justicia y defender a los más débiles. En este marco, permítanme tener una palabra de reconocimiento hacia quienes generan fuentes de trabajo digno, con condiciones laborales justas, respetuosas de la dignidad del trabajador: PyMES, pequeños y medianos empresarios, empleadores de distintos rubros de la producción y de servicios. También esta solidaridad, fundada en la justicia, no en la dádiva, responde a la dignidad del trabajo humano.

Ni maldición ni condena, el trabajo forma parte de esa dignidad única, inalienable, sagrada, de todo ser humano. Es nuestra fe la que ilumina y nos descubre esta convicción. Es nuestra fe la que nos mueve, o debería movernos, a asumir compromisos para devolver el trabajo a su genuina vocación.

Porque el trabajo no es ni puede ser el sufrido sacrificio para logar un magro sustento cotidiano, sino la genuina expresión de la dignidad del ser humano: para desarrollar capacidades y potencialidades personales; para ponerlas al servicio de una sociedad y una tierra justa, humanizada, fraterna, en paz; para hacernos sentir y ser realmente miembros de un pueblo, solidarios en una historia y un destino común, custodios de cada hermano y hermana (Gn 4, 9). Lo digo con palabras del Papa Francisco:

El gran tema es el trabajo. Lo verdaderamente popular —porque promueve el bien del pueblo— es asegurar a todos la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus fuerzas. (…) Por más que cambien los mecanismos de producción, la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización de una sociedad asegure a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y su esfuerzo. Porque “no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo”. En una sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión irrenunciable de la vida social, ya que no sólo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo (Fratelli tutti, 162).

Pero todo esto parece un sueño, una utopía, cuando comienza a faltar el pan en tantas mesas, la medicación a los mayores, la educación a las generaciones más jóvenes, la atención y el cuidado a las personas con discapacidad, y el trabajo digno a los trabajadores. Y, sin embargo, no puede ser así. Como en el Evangelio que escuchamos, cuando Jesús «vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella», se conmovió desde sus entrañas, podemos tener la certeza de que también hoy Dios nos mira de este modo, mira a nuestro pueblo de este modo.

Ojalá salgamos de esta Misa, de este encuentro de fe, también nosotros movilizados desde las entrañas, para que a nadie en nuestro pueblo le falte el pan cotidiano, ni el trabajo digno con el cual ganárselo, crecer y desarrollarse hasta la plenitud de su dignidad humana, y hacer su aporte a una sociedad más justa, a una patria de hermanas y hermanos.

Padre Obispo Maxi Margni
Obispo de Avellaneda-Lanús

* Lecturas bíblicas: 1Tes 1, 5b; 2, 7b-9.13; Salmo 84, 9-14; Mc 6, 34-44.

Homilía para la misa por la santificación del trabajo (2024)
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